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home Opinión Mariano Cabrero

No me llames cielo, llámame amor

· Firmado por ·
27 de octubre de 2014
/tiempo de lectura: 6 minutos/
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Dos grandes enfermedades que acompañan a la soledad y la depresión, que se producen, sin lugar a dudas, por la falta de contactos personales Muchas veces, sin duda, la verdadera amistad se suele deshacer por futuras indiscreciones. No obstante, cuando las personas mayores están solas en sus casas y se encuentran abandonadas por sus propias familias, es fácil que desarrollen cuadros depresivos, de los que es difícil salir airoso… El llegar a ser anciano no tiene por qué convertirse en un camino sombrío, en un trayecto penoso. Sin presente y sin futuro para planificar, necesariamente, la vida en la vejez tiende a refugiarse en el pasado: ¡qué tristes perspectivas de vida se avecinan para las personas mayores! Pienso, muchas veces, que es provechoso reírse de un mismo e, incluso, de nuestra propia sombra: de esta manera descubro lo poco que sé, y lo mucho que me queda por aprender

La convivencia y la y amistad, son las dos grandes medicinas que curan la soledad y la depresión, producida por la falta de contactos personales. Aunque la amistad se hace de confidencias y se deshace con indiscreciones. Estos medicamentos, que ayudan a tener la salud mental mejor, pueden encontrase en las residencias, pues están representados en posibles amistades, incluso tardías. Allí encontrarán otras personas, con las mismas características y necesidades de comunicación y convivencia. Por el contrario, son muy altas las posibilidades de ataques depresivos, cuando las personas mayores, están solas en las casas, abandonados por la familia y los amigos.

Sí, desde luego, es cierto que los humanos llevamos anexa –a nuestras mentes- la soledad cuando nos encontramos mermados en nuestras facultades físicas y mentales. Porque nuestros vínculos con los hijos –familias generalizadas–, se van debilitando progresivamente a medida que cumplimos más años. ¡Y qué no falte la madre–mujer– eje fundamental y necesario por el rodamos todas las familias! Los encuentros con el entorno familiar van siendo –poco a poco– menos frecuentes. Si convivimos con nuestros descendientes –hijos e hijas– nos vamos sintiendo como “pesadas cargas”.

Pero lo cierto es que, en nuestra civilización actual–por así llamarla, en muchas ocasiones damos muestras inequívocas de estar poco civilizados…–, la vejez la estamos transformando en un problema emocional–nubes emocionales vestidas siempre de lutos. Y es que muchas familias tienden a aparcar –como si de coches-chatarra se tratasen–, a sus más queridos seres -viejos– en cualesquiera residencias, donde los sentimientos humanos se transforman en piedras de granitos arcaicas , donde las ilusiones desaparecen todos los días cuando se acuesta la luna. Y esto ocurre cuando las personas mayores saben, mejor que nadie, qué es importante en la vida, qué es accesorio, qué merece la pena hacer o desarrollar, qué amor es el verdadero y cuál es el falso…, y desde luego ‘vivir con sus familiares”.

 

Hoy por hoy no es raro comprobar que el anciano/a se cambie, con cierta frecuencia, desde el domicilio de un hijo al de otro: en cortos espacios de tiempo. Uno, cualesquiera, todos los que somos protagonistas de la senectud –período natural de la vida humana–, llegamos a entender que somos… viejas maletas –rotas y desteñidas– que se van pasando de mano en mano nuestros descendientes, tal y como si nadie las quisiera. ¡Qué triste resulta nuestra vejez! Esto fomenta, indudablemente, que el anciano deje de entender que la vida, y hasta nuestra muerte, tiene un sentido y muchas finalidades: respetémonos y amémonos los unos a los otros, que esta es la verdadera religión del ser humano. Atrás quedan los cristianos, los mahometanos, los católicos, los budistas….: todas las religiones que tienen un solo Dios: el Dios de todas las religiones. Y comprendo que, si cada día tenemos un sueño, una ilusión, una tarea a desarrollar, de esta manera moriremos –poco a poco– sin darnos cuenta.

El día que mis costilla me falte–mi nunca bien valorada Mercedes: “…no me llames cielo, llámame amor, que el amor es ciego”, se lo tengo dicho una y mil veces-, que duerme cuando Dios manda, deseo, en verdad, irme antes que ella, dado que las mujeres son más diestras en defender y entender –polluelos de las familias–, a sus hijos. Iré a dar con mis quebradizos huesos a cualquier residencia. Hombres y mujeres, mujeres y hombres condenados de por vida a dialogar y pensar–con jubilados de edades similares– sobre el pasado, y esto es muy triste. De alguna manera se anula el binomio experiencia/ entusiasmo- Es decir, el dialogo entre adultos y jóvenes. A estas casas de acogimiento–mal llamadas de la “tercera edad”: no existen edades para la muerte–, las deberíamos de llamar o conocer por su propio nombre: paredes muertas de mi propia soledad. Hay un proverbio chino que así reza: “De jóvenes somos hombres, de viejos niños”. Pues bien: ¡Cuidemos a los niños! Hay un techo de cristal -en nuestra social actual y mundial-, en el que la mayoría de puestos jerárquicos importantes permanecen desempeñados por los hombres, pero en cambio los trabajos menos cualificados los desempeñan las mujeres. Las hijas de Eva fabricaron el mundo con sus vientres fértiles y pechos generosos, de donde emanaron todas las fuentes de leche generosa, y en ellas todos los humanos mamamos para el bien y para el mal.

Estadísticas consultadas al respecto apuntan que éramos –uno se incluye también– siete millones de jubilados en el año 2003. Y es que cada día somos más los jubilados. Por lo que hace falta estimularnos –unos a otros–para que, en cierta medida, reconsideremos que seguimos poseyendo un presente y un futuro –este último más precario con proximidad a la muerte–, para que al final podamos luchar todos unidos contra la inactividad, contra la pérdida del amor de nuestros semejantes, contra la hostilidad de la que da muestras la propia sociedad en la que vivimos, que es proclive –cada día más– a una eutanasia acomodaticia para poder heredar al que se invita a morir, y desde luego, mejor antes que después. Y así forzarnos a emprender nuestro último viaje.

La sociedad que nos ha tocado vivir (¿esa maravillosa democracia española, qué nos habla del estado de bienestar para todos, qué nos habla de la igualdad de oportunidades, qué nos habla de viviendas asequibles para nuestra juventud…?) ha “roto aguas”, y ha relegado a las personas longevas, única y exclusivamente, para que emitan su voto cada cuatro años…: a lo sumo ha construido pocas residencias–jaulas de soledad–donde podemos ir a morir, y, desde luego, ser olvidados por propios y extraños. Eso sí, para morir con tranquilidad, llevando sobre nuestras espaldas sacos pesados con tierras cargadas de olvidos, penas y sinsabores.

Y, sin embargo, los mayores también somos seres humanos que poseemos nuestros corazoncitos–que siguen latiendo con lentitud–, pero caminamos despacio, hablamos despacio… Debemos pasar “del rosa al amarillo”, esto es, de la vitalidad y pasión amorosa juvenil a un status de personas maduras: vida afectiva, segunda actividad, fomento de la cultura, hacer no que nunca pudimos llevara la práctica… ¡Ah!, se me olvidaba (¿no lo adivináis?)…, y continuar nuestras vida sexual –un tanto limitada, y quien diga lo contrario miente como un cosaco–, pero relegada al quinto lugar según el orden expuesto de lo que piensa un semejante vuestro, que puede estar equivocado.

Historias de amor existen muchas, indudablemente que sí, pero cuando uno ha cumplido más de sesenta años se puede morir de y por amor. Recuerdo a dos personas, ella de 60 y él de 64, que se habían amado como nadie se ama en esta vida: con ternura, con delicadeza, con sentimiento…Al poco tiempo ella se enfermó de… cáncer de pulmón, –esa terrible enfermedad que todos llevamos dentro, y que aparece cuando menos la esperamos–, aunque nunca fumó. Su vida se esfumó a los cuatro meses, ni un día más. Él estaba destrozado, pues su semblante así lo expresaba: pasados dos meses falleció con consecuencia de un paro cardíaco. Su corazón había expulsado sangre de amor por los cuatro costados.

En el recorrido de nuestras vidas, y si tenemos oportunidad para ello, debemos pasar “del rosa al amarillo, esto es, de la vitalidad y pasión amorosa juvenil a un “status” de personas maduras: vida afectiva, segunda actividad, fomento de la cultura… ¡Ah!, se me olvidaba (¿no lo adivináis?)…, y continuar nuestra vida sexual –un tanto limitada, y quien diga lo contrario miente como un cosaco, con perdón para los cosacos–, pero relegada en el tiempo que es inexorable con todos los humanos.

Otra vez vuelve a sonar una voz en la lejanía que la escucho muy tenue, casi apagada del todo, que verbaliza: “La mujer capricho es, / por eso vive de él; / y el hombre que de ella vive, / capricho de ella es”. DIARIO Bahía de Cádiz

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