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Entre las torturas y las cadenas

· Firmado por ·
22 de junio de 2015
/tiempo de lectura: 5 minutos/
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Víctor Corcoba

Víctor Corcoba

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A veces tengo la sensación de que somos una especie atormentada; puesto que nos movemos entre la congoja de un porvenir que no solemos alcanzar, a través de un pasado que nos encadena cuando menos como linaje y, en demasiadas ocasiones, con un cúmulo de despropósitos. Y, aunque la prohibición de la tortura es absoluta en todo el mundo, lo cierto es que cada día son más los que huyen de la violencia y la persecución. En efecto, son muchos los seres humanos que precisan recuperarse y recobrar su dignidad, poder ser ellos mismos, sin más cadena que el tronco que nos encadena como ciudadanos del mundo. Por supuesto, la cautividad de dolor y sufrimiento no cesa en ninguna parte del planeta, sobre todo en el contexto de los continuos y permanentes conflictos armados. La proliferación de crisis humanitarias, extendidas como jamás, debe hacernos reflexionar. Por tanto, sería saludable que, coincidiendo con el Día Internacional de las Naciones Unidas en Apoyo de las Víctimas de la tortura (26 de junio), la familia humana prestase una más efectiva asistencia psicosocial a todos los colectivos torturados y, de este modo, lograr que todos los países otorguen reparación a sus martirizados, pues, aunque existe un marco jurídico amplio para la lucha contra todo tipo de torturas, no siempre está asegurada la protección, y aún menos, la asistencia al torturado.

Por otra parte, tan importante como permanecer activos en el auxilio, es no ser ciegos para poder alzar la voz ante el aluvión de actos de tortura. De un tiempo a esta parte, hemos de reconocer que la inhumanidad nos ha degradado como sujetos pensantes a límites insospechados. La deshumanización, de no cesar este diluvio de prácticas crueles, será generalizada en los próximos años. Por eso es de esperar que se retomen, con urgencia, diálogos serenos y sinceros para que las convenciones no pierdan su cátedra de autoridad, y se pueda fomentar el consenso de toda la comunidad internacional, ante la protección efectiva de los valores esencialmente humanos de la ciudadanía. En este sentido, nos alegra que la Asamblea General de Naciones Unidas acabe de adoptar una resolución que declara el diecinueve de junio como Día Internacional para la eliminación de la tortura de violencia sexual en los conflictos, con la intención de generar conciencia al abordar este flagelo. En consecuencia, es un acto meritorio que la Misión de Argentina ante Naciones Unidas patrocinase tan importante resolución, porque sin duda se está contribuyendo a cimentar una cultura cuando menos de sosiego. A propósito de esto, Cristina Perceval, embajadora de ese país ante la ONU, ha puesto el acento en buscar soluciones concretas para miles y miles de seres humanos, mayoritariamente mujeres, niñas y niños, víctimas del odio y la intolerancia, de la crueldad de distintas formas de violencia, en esta ocasión de la violencia sexual utilizada en conflicto como arma de guerra para humillar, dominar, someter y degradar nuestra humana dignidad. Ojalá sus palabras nos hagan meditar. A mi juicio, el ser humano no se da cuenta de cuánto puede hacer, más que cuando realiza propósitos, delibera, imagina y proyecta que otro mundo es posible.

Realmente son tantas, y tan persistentes, las cadenas que nos torturan hasta destruirnos, que el valor del ser humano apenas vale nada en los circuitos del poder corrupto. De ahí, que reintegrarse a la vida cotidiana después de sufrir torturas de todo tipo sea cada vez más complicado y, subsiguientemente, nunca podrán justificarse este tipo de penas sanguinarias, feroces, independientemente del modo en que se manifiesten o produzcan. El ser humano es único, irrepetible, singular por sí mismo, y como tal, hemos de eliminar esta repugnante lacra de prácticas deshumanizadoras. Realmente nos llama la atención la debilidad de la reacción política internacional ante este abundante caudal de torturas que nos asalta. Resulta curioso ver como algunos países todo lo justifican, luchando por no reconocer lo que verdaderamente se conoce, posponiendo las decisiones significativas, actuando como si nada ocurriera. Sin embargo, investigaciones de Amnistía Internacional indican que agentes de policía y miembros del ejército utilizan sistemáticamente la tortura para obtener información y confesiones, para castigar y agotar a las personas detenidas. Mal que nos pese infinidad de seres humanos de todos los continentes se juegan la vida a diario luchando contra las torturas, contra las mismas cadenas de la muerte, y su degradación total.

Ciertamente, cuesta entender que aún no marchemos unidos en la lucha contra la tortura y la sinrazón más salvaje. Así, resulta complicado de concebir, que el suplicio bajo custodia continúe endémico en muchas naciones y los esfuerzos por llevar a los responsables ante la justicia sea sumamente dificultoso. De igual modo, también nos resulta doloroso, que una gran parte de los humanos acepten el uso de la tortura y otros hechos degradantes, como respuesta a los altos índices de delincuencia violenta. Asimismo, en algunos pueblos siguen permitiéndose castigos tales como la flagelación y las investigaciones sobre el uso de la tortura son casi insólitas. Además, en todos los rincones, y sustancialmente en los países que han vivido la caída de gobernantes que llevaban largo tiempo en el poder, se percibe un sentimiento de frustración por la lentitud de los cambios, en cuanto a otro clima más sosegado y de menos venganzas. Naturalmente, ante esta bochornosa situación deberíamos recalcar y reclamar, igualmente, la inequívoca y absoluta prohibición de cualquier trato inhumano, cruel o degradante, sabiendo que la espiral de la violencia sólo la frena la reconciliación de unos para con otros.

 

Todo este ambiente de contrariedades me lleva a propiciar el siguiente deseo: Tenemos que aprender a vernos como hermanos y a vivir como familia. Ahora bien: ¿Quién es libre para empezar a hacerlo?

Quizás el que sepa dominar sus impulsos, el que busque sus tiempos y sepa profundizar en lo que somos, el que rompa con las cadenas de este interesado mundo, aquel que confíe en su propia conciencia y sepa pulir las aristas de su carácter. No olvidemos que cada uno de nosotros tiene en sí una identidad personal, que nunca puede ser reducido a la categoría de objeto. Indudablemente, para desterrar esta existencia que nos deshumaniza, hemos de apostar por un pensamiento diferente, por otros programas educativos, por otro sentido de la vida y de la convivencia. Para ello, tal vez tengamos que propiciar esa ecología humana que nos haga sentirnos diferentes, y así, poder ser capaces de confinar para siempre esa violación gravísima de los derechos humanos, entre los que se halla la tortura, o cualquier aberración horrenda de la conciencia humana.

En relación a esto, la nueva encíclica del Papa Francisco, puede servirnos de orientación, puesto que establece la necesaria relación de la vida del ser humano con la ley moral escrita en su propia naturaleza, necesaria para poder crear un ambiente más digno. La dignificación del ser humano y de su hábitat aún queda por conquistarla. No perdamos más tiempo y establezcamos un mundo para todos y todos para un mundo más ligado al bien colectivo. Hoy, sin duda, es una exigencia ética fundamental. Pasemos, por consiguiente, de la moral de los principios al proceder de las responsabilidades. Al fin y al cabo, seamos conscientes, de que somos los auténticos responsables de cuanto acontece en este planeta. No tiremos la piedra y escondamos la mano, por favor. DIARIO Bahía de Cádiz

más opinión Víctor Corcoba

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