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Clemencia para los que no tienen compasión de nadie

· Firmado por ·
7 de marzo de 2016
/tiempo de lectura: 5 minutos/
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Víctor Corcoba

Víctor Corcoba

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Cada día son más las personas que no tienen compasión de nadie, que viven para sí y por sí. Quizás por ello, el Papa Francisco, en su mensaje para la Cuaresma 2016, nos haya instado a los creyentes a despertar en la conciencia: “muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina” (ibíd., 15). En el pobre, en efecto, la carne de Cristo “se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga… para que nosotros lo reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado” (ibíd.). Ciertamente, deberíamos tener clemencia hasta de nuestras propias habitaciones interiores, máxime cuando hacemos bien poco para contribuir a la fraternización del mundo. No podemos hermanarnos desde nuestro pasotismo, desde nuestro dejar hacer y nosotros no hacer nada, pues todos tenemos la oportunidad de construir otro planeta más equitativo.

Al respecto, reflexiónese como ejercicio a la consideración de su espíritu lector, estos datos que nos hablan de almas: “la riqueza de sesenta y dos personas es similar a la de tres mil ochocientos millones de individuos”. Además, aunque hayamos celebrado recientemente el cincuenta aniversario de la adopción de los Pactos Internacionales de Derechos Humanos, la riqueza de los más pobres del mundo disminuye cada día más. Cuando parece que lo sabemos todo, aún no hemos sabido, querido o podido, redistribuir e injertar trabajo decente y productivo para todos, para que se pueda promover la autorrealización humana, y no la autosuficiencia como algunos predican como borregos.

A veces pienso que somos una generación que vive en las buenas intenciones, en los buenos propósitos, pero no pasa a la acción jamás. Se queda en las buenas intenciones, mientras egoístamente construye su específico espacio, como si fuese algo normal, levantando muros, sembrando dolor, muerte, sobre todo lo demás. Apenas tenemos clemencia por nadie. Ahí están los campamentos de refugiados saharauis en Tinduf; los más antiguos del mundo, sin piedad alguna. Resulta muy doloroso ver familias separadas durante tantos años; y, lo que es peor, sin hacer nada por mejorar el bochornoso contexto. Confiemos en que la Cumbre Mundial Humanitaria, a celebrar en Estambul en mayo, active la movilización solidaria en su sentido más profundo, pues la armonía no puede separarse de los deberes de justicia, de las obligaciones que la propia paz injerta y reconcilia. Por desgracia, olvidamos que ser ciudadano significa ser colaboradores los unos de los otros.

En efecto, cuando se rompe la armonía, se produce una metamorfosis: el ciudadano que deberíamos proteger y amar se convierte en el adversario a excluir. ¡Cuánta violencia se genera en ese momento, cuántos innecesarios conflictos, cuántas contiendas inútiles han jalonado nuestra historia! Basta ver el sufrimiento de tantos ciudadanos. Deberíamos mirarles a los ojos. No se trata de algo coyuntural, sino que es verdad: en cada agresión y en cada ofensiva hacemos renacer a Caín. ¡Todos nosotros! Y también hoy prolongamos esta historia de pugnas entre ciudadanos, también hoy levantamos la mano contra quien es nuestro compañero de camino; pues, al fin, somos caminantes todos.

 

Y como transeúntes de un mundo que precisa, por un lado mansedumbre y clemencia; por otro, rigor y justicia; hemos de pensar que no existe verdadero progreso mientras nos alejemos, en lugar de trabajar unidos por el bien colectivo. Por consiguiente, suscribo las palabras de Kyung-wha Kang, Coordinadora Adjunta de Asistencia de Emergencia, ante el Consejo de Seguridad de la ONU el pasado quince de enero, de que “la comida, el agua y las medicinas no son fichas de cambio ni favores que las partes en conflicto puedan otorgar o negar a voluntad; son satisfactores básicos de los que depende la supervivencia y el derecho a la vida”.

Lo mismo sucede con la necesidad de alojamiento para refugiados que no sólo nos exige un espíritu de amor, también una responsabilidad compartida, para poder promover un clima de confianza y de diálogo sincero. Cuando se dilapidan recursos comunes para todos, son los más débiles, aquellos que viven al margen de la sociedad, los que suelen pagar las mayores consecuencias. En los últimos tiempos, bien es verdad que se ha hablado mucho de unirnos para poner fin a la pobreza y la discriminación; sin embargo, la situación ha sido más de palabra que de acción. Sea como fuere, con la Agenda 2030, los dirigentes mundiales asumieron un compromiso para poner fin a todas estas formas excluyentes, dentro de un plazo determinado. Esperemos que, esta generación, sea la primera en presenciar un mundo sin pobreza extrema. Pongamos, entonces, en práctica aquello de: Querer es poder.

La compasión, saludable a toda vida, ya que antepone siempre las necesidades de los pobres a las nuestras, y, en consecuencia, precursora de la ecuanimidad, cuando menos debe hacernos recapacitar. Quien camina por la vida sin tener lástima y sin compartir, aparte de que jamás estará bien consigo mismo, difícilmente se va a acercar a nadie para ofrecer ayuda concreta. Son nuestras relaciones, nuestros actos, los que pueden salvarnos de esta inhumanidad. Por cierto, preservar el sentido de humanidad es la gran asignatura pendiente. Necesitamos sentir que compartimos vínculos, que somos parte del poema; y, en este sentido, tenemos que ser más servidores de humanidad, hasta el punto que esta visión debe trascender nuestras propias diferencias nacionales e internacionales. Obrar por este bien común también nos enriquece. Así mismo, desde este mente compasiva, que es lo que verdaderamente fomenta la felicidad, nos ayudará a construir el futuro que queremos para todos, donde las personas sin distinción alguna aspiren a vivir una vida plena, libre de temores, y en armonía con la naturaleza. En cualquier caso, me gusta eso de propiciar el paso, que puede ser por la igualdad de género; que, al fin y al cabo, será mermar desigualdades. Ahora bien, jamás habrá justicia, si no existe la determinación firme de que nos respetemos unos a otros, protejamos, en cualquier estadio y situación.

Si cuando fuiste martillo -como dice el refranero- no tuviste clemencia, ahora que eres yunque, ten paciencia que en la vida, algunas veces, las cosas llegan a ser muy negras, pero no hay que abandonarse por ello, porque quien ama comprende, espera, da confianza, no corta los puentes, sabe perdonar y reanimar para encender una nueva luz de esperanza, para que se nos rebaje la tensión, y no hablo de la causante por nuestra falta de liquidez mundial, lo que anticipa una debilidad económica que, una vez más, únicamente influirá en los que nada tienen; sino que hablo de lo ocasionado por nuestra falta de consideración hacia nuestra misma especie, lo que pronostica un deterioro de nuestro propio espíritu humano. Por esa falta de estima comienzan todas las guerras, la estupidez de vencedores y vencidos o si quieren un asesinato en masa; tanto es así, que nos deshonra como género humano. ¡Dignifiquémonos como linaje! ¡Amémonos! DIARIO Bahía de Cádiz

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