La tarde se había rendido hace rato a la noche. El parpadeo fantasmagórico de la pantalla era el único latido, el único signo de vida en el salón. Él, hundido en el sofá, y First Dates, el presentador de siempre, preguntando a una concursante si creía que allí encontraría el amor de su vida. Ella, en el extremo opuesto del sillón, teje un jersey inmenso para él, como le gusta, con motivos navideños.
—Hoy, cuando salía del portal, me crucé con la mujer del presidente de la comunidad, a los próximos que nos toca es a nosotros— dice la mujer; parecía que la voz surfeaba por encima de las ondas de la televisión hacia el lado del sofá que ocupa el otro.
Él parece desviar por un instante los ojos de la pantalla. Algo parecido a una mirada de reproche, rápida, casi molesta. Luego, la nada. Un silencio espeso, solo una pareja habla desde el televisor, ella le dice mientras come una pizza:
—¿A ti te gusta el cine?
—No mucho, me gusta más ver un partido por la televisión —responde el otro comensal.
La mujer traga saliva, mientras los dedos aceleran el ritmo de las agujas. —Como tú dices —insistió, buscando un puente, cualquier puente— hace falta ganas de hacer el ridículo para ir a este programa.
En la TV, la concursante, con lágrimas perfectas, dudaba. La música dramática subía de volumen. Él no aparta la vista. Sus pupilas bebían aquella ficción de conexión, absorto en el momento en que un extraño decidiría si quería o no una segunda cita con otra extraña.
—¿Qué quieres que prepare mañana para cenar? Tengo que pasarme después de trabajar por el súper —le pregunta. Ella observa despacio su perfil a la luz cambiante. La mandíbula relajada, los párpados pesados. No hay respuesta. Solo un movimiento en sus ojos, que empiezan a cerrarse, a reducirse a dos finas rendijas entre las pestañas. La respiración se le hizo más profunda, casi ni se notaba, así es siempre, cuando duerme parece no respirar.
se da media vuelta y se dirige al dormitorio, cierra la puerta sin ruido, dejando sentado en el sofá su compañero, su media mitad con sus fantasmas de televisión
Recoge el jersey con dibujos de renos y muñecos de nieve sobre su regazo. Se levanta, va a la cocina. Recoge, friega un vaso, mira por la ventana, que da a un estrecho patio, a la nada. Cuando vuelve, minutos después, encuentra la escena congelada: él, dormido, medio derrumbado contra el brazo del sofá. En la pantalla, ahora, cuerpos sudorosos competían en una playa lejana en Supervivientes. La tribu había hablado. Alguien era expulsado de la isla.
De pie, desde el pasillo en la penumbra, la mujer suspira. Se da media vuelta y se dirige al dormitorio, cierra la puerta sin ruido, dejando sentado en el sofá su compañero, su media mitad con sus fantasmas de televisión.
Horas después, suena el despertador. La luz del dormitorio, luego la del pasillo, luego la fría claridad de la cocina se van encendiendo y devolviendo a la vida a la casa. El chisporroteo de la cafetera, el aroma familiar a café sube como una ofrenda a los dioses de amanecer que inunda todo. Ella, ya vestida, con la taza humeante en la mano, se asoma al salón.
La televisión sigue encendida, murmurando noticias de madrugada a un auditorio de muebles y sombras. El gran oso de peluche, un luchador de sumo de felpa desgastada y mirada ausente, que llevaba años presidiendo el sofá como un ídolo mudo. Ella se acerca. Ya empieza a clarear el día, iluminando al animal de trapo.
Le dirige la palabra, su voz un hilo por si aún duerme le dice: ¿quieres un café? El silencio del salón absorbe la pregunta. Solo responde el murmullo de voces metálicas de la pantalla. El oso, luchador de sumo de peluche, eterno, impasible, hoy con el traje de Papá Noel, guarda silencio. DIARIO Bahía de Cádiz













