El mediodía en el Colegio Español La Paz tiene esa luz blanca que todo lo baña. El sol perpendicular sobre nosotros hace que las sombras casi desaparezcan bajo los pies. Caminas por esos corredores amplios que hacen las veces de porche y respiras un aire cargado de voces de chavales y chavales -algunas en árabe, otras en castellano, otras mezclando el árabe y el castellano-, de risas que se mezclan con el rumor de las aulas.
Al pasar junto a las ventanas abiertas, sientes esa mirada curiosa de los estudiantes. Un silencio momentáneo te sigue, luego un susurro, y finalmente la voz del maestro recuperando la atención. Me pregunto cuántas veces, detrás de esos cristales, la imaginación de estos chicos y chicas habrá volado más allá de estas paredes hacia, posiblemente, las nubes en el cielo.
Hoy, sus mentes viajan hasta Palestina. En una clase, un taller sobre el libro ‘La infancia palestina y la supervivencia’ ha removido algo profundo. Veo caras que se sonrojan cuando alguien lee el poema de Carilda Oliver Labra (“Me desordeno, amor, me desordeno”), ojos que brillan con algo más que curiosidad. En un rincón, un chico anota frenéticamente; en otro, una alumna levanta la mano con esa urgencia de quien tiene algo que decir y no puede esperar.
La monitora del taller -con esa pasión por la literatura y la lectura que se le nota en los gestos- insiste que hay que mirar de vez en cuando a los ojos de los oyentes al leer en voz alta, en hacer las pausas necesarias, en respirar con el texto. No se trata solo de leer, sino de sentir las historias y entregar las palabras a los que escuchan, casi susurrando al oído.
Al terminar, los planes se multiplican y toman forma: el profesor de valores se suma para continuar el trabajo con el libro durante su clase, alguien propone una exposición de dibujos sobre la infancia palestina, y surge la idea más potente: escribir y cantar un rap sobre este tema. Esas semillas de conciencia que un libro puede plantar…
mientras afuera el mundo sigue girando con sus injusticias, aquí, entre estas paredes, un grupo de chicos y de chicas ha aprendido que la empatía no tiene fronteras
Mientras, en el patio, las sombras comienzan a alargarse, pasan de las dos de la tarde. Una brisa ligera -esa que huele a desierto cercano- nos recuerda dónde estamos. Llegará el momento de la foto bajo el cartel oficial de ‘Colegio La Paz, Propiedad del Estado Español’ ese instante de complicidad que congela un día de trabajo.
Pero mi mente no puede evitar viajar más allá, hasta esa Palestina que hoy hemos traído al aula. Pienso en los niños que intentan estudiar entre escombros, en tiendas de campaña inundadas a causa de la lluvia torrencial, en los olivos centenarios que arden, por incendios provocados por los colonos mientras escribo estas líneas, en la fiscal que perdió su cargo por denunciar lo indecible, la violación de un prisionero palestino por parte de sus guardianes. Es duro, sí. Duele.
¿Les suena? A mí me resulta terriblemente familiar.
Hoy, en el Colegio La Paz, la lectura no ha sido un simple ejercicio académico. Ha sido un acto de conexión humana, de resistencia contra el olvido. Mientras afuera el mundo sigue girando con sus injusticias, aquí, entre estas paredes, un grupo de chicos y de chicas ha aprendido que la empatía no tiene fronteras.
Y esos corredores abiertos -testigos de tantas miradas curiosas- hoy han dejado pasar algo más que luz: han dejado entrar la verdad incómoda, necesaria, de un pueblo que resiste a más de cinco mil kilómetros de aquí, pero que hoy quizás les queda y lo sienten mucho más cerca. DIARIO Bahía de Cádiz Fermín Aparicio













