Con la llegada del otoño, los bosques cambian de color, el suelo se cubre de hojas y empieza una de las actividades más esperadas por los amantes de la naturaleza: la búsqueda de setas. No es solo una afición gastronómica, sino también una excusa perfecta para desconectar del ruido, caminar sin prisas y reconectar con el entorno.
Salir a buscar setas tiene algo de ritual. Quien lo ha hecho sabe que no se trata solo de llenar una cesta, sino de disfrutar del paseo, del silencio roto por las hojas secas bajo los pies, del aire fresco y del olor a tierra húmeda. Es una experiencia que combina paciencia, observación y respeto por el medio natural.
Una actividad ideal para todos
Lo bueno de la micología es que no hace falta ser un experto para empezar. Basta con un poco de curiosidad y la voluntad de aprender. Es cierto que hay especies que requieren experiencia para identificarlas correctamente, pero también existen muchas variedades fáciles de reconocer.
En muchas regiones, los ayuntamientos o asociaciones locales organizan jornadas de iniciación donde se enseña a distinguir las setas comestibles de las tóxicas, así como las normas básicas de recolección responsable. Estas actividades suelen combinar formación, paseo guiado y degustación, lo que las convierte en una excelente opción de ocio familiar.
Además, no hay edad ni condición física que impida disfrutar de un día de campo. Basta con equiparse bien: calzado cómodo, ropa impermeable y, por supuesto, una buena cesta mimbre, que sigue siendo el recipiente ideal para recoger las setas.
Por qué no vale cualquier recipiente
Muchos principiantes cometen el error de salir con bolsas de plástico o cubos cerrados. Pero el uso de recipientes inadecuados perjudica tanto la calidad de las setas como el propio ecosistema. Las bolsas, por ejemplo, impiden la ventilación y aceleran la descomposición de los ejemplares, además de evitar que las esporas caigan de nuevo al suelo, algo fundamental para que las setas se sigan reproduciendo.
Por eso se recomienda el uso de una cesta para coger setas, preferiblemente de mimbre o materiales naturales. Estas permiten que las esporas se desprendan mientras caminamos, ayudando a la regeneración del bosque. Además, mantienen las setas aireadas, evitando que se aplasten o fermenten antes de llegar a casa.
Una buena cesta también tiene su encanto: es ligera, resistente y, con el tiempo, se convierte casi en parte del ritual. Cada mancha, cada muesca, cuenta una historia de excursiones pasadas.
Respeto por el bosque y por la vida que hay en él
Recoger setas no es lo mismo que “arrasar” con todo lo que se encuentra. La micología responsable implica respetar el entorno. Hay que evitar remover el suelo innecesariamente, cortar las setas con cuidado, sin arrancarlas de raíz, y dejar las que estén pasadas o dañadas.
También conviene no apartarse demasiado de los senderos marcados, especialmente en zonas protegidas. En algunos parques naturales existen normativas específicas o permisos para la recolección, que limitan la cantidad por persona o por día. Estas reglas no son un capricho: buscan mantener el equilibrio del ecosistema.
Un buen consejo es llevar siempre una pequeña navaja y una brocha. Así se pueden limpiar las setas en el mismo lugar y evitar llevar restos de tierra o hojas a casa.
Una seta es un tesoro en la cocina
Una de las mayores satisfacciones de salir al monte es volver con un puñado de setas frescas que uno mismo ha encontrado. Ya sean níscalos, boletus, senderuelas o setas de cardo, su sabor no se parece a nada que se compre en el supermercado.
Además, cocinar lo que uno mismo ha recolectado tiene un valor añadido. Es la recompensa al esfuerzo y al tiempo invertido. Los platos más sencillos suelen ser los mejores: setas salteadas con ajo y perejil, una tortilla con boletus o un guiso de carne con níscalos. Cada especie aporta matices diferentes, y lo mejor es probarlas frescas, el mismo día de la salida.
Eso sí, nunca hay que consumir una seta si no se está completamente seguro de su identificación. Ante la duda, lo más sensato es dejarla en el bosque o consultar a un experto. En muchas zonas rurales, las farmacias o centros micológicos ofrecen este servicio gratuito durante la temporada.
Lo natural, mejor
La afición por la micología encaja perfectamente con la tendencia actual hacia lo natural y lo sostenible. Frente al ocio urbano o tecnológico, las salidas al campo ofrecen una desconexión real. No hace falta cobertura, ni pantalla, ni plan fijo: basta con caminar, observar y dejarse llevar.
Además, la búsqueda de setas enseña a mirar el bosque de otra manera. No se trata solo de encontrar lo que se puede comer, sino de descubrir la variedad de formas, colores y olores que hay bajo nuestros pies. Se aprende a distinguir tipos de suelo, árboles, musgos y pequeños rastros de vida que normalmente pasan desapercibidos.
Y más allá de la gastronomía, esta actividad tiene un componente educativo y ecológico importante. Fomenta el respeto por la naturaleza y la conciencia de que cada elemento del ecosistema cumple una función.
Una tradición que se renueva
La recolección de setas tiene siglos de historia. En muchas zonas de España, sobre todo en el norte y centro peninsular, forma parte de la cultura popular. Cada familia tiene su “sitio secreto”, transmitido de generación en generación, y su forma particular de cocinar las piezas.
Hoy, esa tradición convive con un público nuevo, más joven, que se acerca al monte por curiosidad o por moda, pero que acaba enganchado a la experiencia. No es raro ver grupos de amigos, familias con niños o parejas que hacen del fin de semana micológico una cita habitual en otoño.
Lo interesante es que, aunque las herramientas se modernicen (GPS, apps de identificación, cámaras con macro), la esencia sigue siendo la misma: disfrutar del entorno, respirar aire puro y saborear lo que ofrece la tierra.

















