CARTA AL DIRECTOR enviada por: Pablo Sánchez Abascal, de Cádiz
Se ha debatido hasta la saciedad sobre la salud de la democracia en la que vivimos. He leído crónicas y ensayos que cuestionan si realmente habitamos un sistema democrático o si, más bien, se trata de una ficción legitimadora. Nos dicen que nuestro sistema político y social (porque el económico ni se molesta en disimular) se sostiene sobre los pilares de unos valores democráticos que, en la práctica, apenas se sostienen. En mi opinión, no hay tal democracia, ni parece que vaya a aparecer a la vuelta de la esquina.
El concepto de democracia es, sin duda, complejo. La célebre idea del “gobierno del pueblo” pudo tener cierta viabilidad en la Atenas clásica, donde la ciudadanía -aunque no exenta de exclusiones- era numéricamente manejable y existía un compromiso personal con el bien común. Algo similar ocurría con la educación, concebida como una tarea colectiva y crítica. Hoy, sin embargo, vivimos en un planeta con más de 8.000 millones de personas, más de 45 millones en España y unos 11 millones en Suecia. ¿Cómo se gestiona la soberanía popular en esas condiciones?
Ya hemos visto los desórdenes en los que desembocaron algunas experiencias de participación directa, como las asambleas regionales o nacionales impulsadas por Podemos. Aquellos intentos de democratizar la palabra y el derecho a expresarse individualmente acabaron convirtiéndose, en muchos casos, en espectáculos caóticos, más cercanos a rituales festivos que a procesos deliberativos. Como respuesta a esas limitaciones, hace siglos nacieron las llamadas democracias representativas o parlamentarias. Pero ni el término “democracia” ni el de “parlamento” describen con precisión lo que ocurre en la práctica.
Con el tiempo, se concedió a la ciudadanía el derecho nunca será para mí una obligación de elegir a sus representantes. Estos, supuestamente, recogen y canalizan las ideas de muchos para debatirlas en instituciones que, idealmente, deberían fomentar el diálogo y el consenso. Sin embargo, lo que tenemos hoy es un sistema formalmente político que tiene de democrático lo mismo que la semidesnatada de leche: conserva la forma, pero ha perdido buena parte de la sustancia.
Aquí es donde quiero detenerme: en la gran perversión que esta forma de pseudodemocracia ha traído consigo, y que considero una de las más preocupantes de nuestra época: el imperio de la mediocridad. Hoy, cualquiera puede aspirar a liderar, no por mérito, formación o experiencia, sino porque se ha confundido igualdad de derechos con igualdad de capacidades. Se ha instalado la idea de que todos tienen derecho a ocupar una posición de liderazgo, como si gobernar un país fuera una tarea sencilla o carente de exigencias técnicas y éticas.
Yo mismo reconozco que no podría liderar un país. Sería un error hacerlo. Y por muy “democrático” que sea el procedimiento que me llevase hasta ahí, sería una temeridad permitir que alguien como yo, sin la preparación adecuada, se pusiera al frente de una nación. Platón, ya en la Antigüedad, advertía sobre los riesgos de entregar el gobierno a personas no cualificadas, y defendía la necesidad de criterios exigentes para quien aspire a dirigir lo público. Hoy, sin embargo, hasta el más incompetente con algo de perseverancia, una pizca del sal y el ojo del culo como el arco del triunfo podría acabar presidiendo un gobierno.
Otro día, si me lo permiten, abordaré el fenómeno de la “democratización” de las vacaciones y cómo su deriva ha generado “manifas” contra la masificación turística o la saturación de los centros urbanos. Por ahora, descansemos con escepticismo en esta paz democrática aparente. DIARIO Bahía de Cádiz