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home Opinión Víctor Corcoba

La revolución del afecto como primer efecto conciliador

· Firmado por ·
25 de septiembre de 2018
/tiempo de lectura: 3 minutos/
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“Nuestro agobiante desconsuelo sólo se cura con un infinito consuelo, el del amor de amar amor correspondido, pues siempre es preferible quererse que ahorcarse”.

No podemos rendirnos a tantas atrocidades vertidas contra nosotros mismos. A mi juicio, es el momento de que la reconciliación espigue en el mundo como sustento de vida y signo de amor. Para desgracia nuestra, se ha generado un ambiente de inseguridad e impunidad, que matar lo hemos convertido en un diario permanente en muchas partes de nuestro hábitat, activando una espiral de violencia que verdaderamente nos deja sin palabras. De ahí que la comunidad internacional, hoy más que nunca, deba actuar con más unidad y fortaleza, máxime en un tiempo en el que se está perdiendo ese respeto a las garantías de paz que todos nos merecemos.

La pasividad no debe de ir con nadie. Lo importante no es caerse, sino levantarse para seguir caminando por la vida, ahora interconectados a través de la red. Confiemos en que esa interconexión nos aglutine, al menos para no sentirnos solos y poder conjugar experiencias, ya que las individualidades nos aíslan. Es hora, por tanto, de que activemos otras actitudes más afectivas que hagan de este espíritu globalizador, un cántico de luz y hermanamiento, o si quieren, un abecedario de armónicas sintonías capaz de hacernos florecer y salir de esta injusta opresión en la que muchos ciudadanos se encuentran.

Por otra parte, lograr el desarme nuclear a nivel mundial es uno de los objetivos más antiguos de las Naciones Unidas; sin embargo, hoy en día, todavía existen unas 14.500 armas nucleares. Desgraciadamente, los países poseedores de armamento nuclear cuentan con programas de modernización de sus arsenales a largo plazo con una dotación de fondos, en lugar de preocuparse y ocuparse de que los moradores, no pasen hambre, y de que no vivan en la pobreza. Verdaderamente, nos ha servido de poco estos setenta años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, e incluso sabemos que los buenos propósitos plasmados en las agendas están perdiendo fuelle esperanzador, y como contrapartida están renaciendo inútiles enfrentamientos que nos hunden en la más profunda tristeza.

 

Por ello, ante este injusto y frío panorama, qué bueno es formar parte de la revolución de la ternura, frente a una economía excluyente, que idolatra el dinero, hasta deshumanizarnos y hacernos perder nuestro propio corazón. Dicho lo cual, reconozco, que me encantan las pasiones combativas, ante las embestidas del mal que todo quieren destruirlo, hasta nuestra distintiva existencia, a poco que nos dejemos atraparla. No nos abandonemos jamás. Las maldades de ciertas gentes sin escrúpulos, en ocasiones, nos roban la experiencia de hacer familia, de ser pueblo, de sentirse mundo sobre el planeta.

Aprendamos a descansar unos en otros y en lugar de ser miembros de alianzas nucleares, seamos gentes de servicio permanente, como ese poeta que siempre está en guardia para servir raciones de brazos abiertos, de manos tendidas, de ánimo desprendido. Bajo este ardor poético del afecto sobran las armas. Y, evidentemente, los desafíos de seguridad que aún prevalecen no pueden ser una excusa para seguir confiando en las armas nucleares y olvidar nuestra responsabilidad de buscar otro empuje global más coaligado. Quizás tengamos que transformar esta selva mundana en una casa de todos, como en otro tiempo hizo una mujer, María, innovando una cueva de animales en un hogar de amor, donde nació Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura.

Sea como fuere, la eliminación total de las armas nucleares sigue siendo la máxima prioridad de las Naciones Unidas para el desarme, y esta es una buena noticia, con la que todos hemos de despertar. Lo prioritario, ciertamente, es asegurar nuestro futuro colectivo, pero no desconozcamos que es a través del encuentro más emotivo y sensible, como se abrazan los verdaderos horizontes de concordia.

El entusiasmo vivificante se fundamenta, precisamente, en la convicción de pertenencia a ese orbe viviente de búsquedas y acercamientos. Está visto que nuestro agobiante desconsuelo sólo se cura con un infinito consuelo, el del amor de amar amor correspondido, pues siempre es preferible quererse que ahorcarse. Uno no vive mejor escondiéndose dentro de sí, negándose a compartir, a cooperar con los demás, encerrándose en su particular bienestar. Eso es como suicidarse en camino. Lo importante es revivirse para entregarse. Eso siempre. Sólo así se crece el alma inmensamente y el cuerpo se nos llena de sonrisas, aunque sean lágrimas las que se viertan. DIARIO Bahía de Cádiz

Tags: opiniónVíctor Corcoba
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