Berlín. Ciudad monumental, cargada de historia, de cicatrices, de memoria. Una capital donde el pasado pesa, pero que también sabe disfrazarlo con elegancia. Hace unos días estuve allí, y entre los muchos lugares emblemáticos que visité, uno me dejó un sabor amargo que aún no se me va de la cabeza: el Rotes Rathaus, el ayuntamiento rojo. Ladrillo neorrenacentista, símbolo institucional, postal perfecta. Hasta que uno se fija en los detalles.
Cuatro mástiles. Cuatro banderas. La de la Unión Europea, la de Alemania, la de Berlín… y la de Israel. Sí, Israel. No era un acto diplomático, ni una visita oficial. Simplemente ondeaba allí, con la misma solemnidad que las demás. Como si fuera lo más normal del mundo.
Y puede que lo sea. Quizás lo normal hoy en Europa sea rendir honores institucionales a un Estado que está ejecutando una limpieza étnica en directo, ante los ojos del mundo, sin pestañear. Un Estado que lanza bombas sobre hospitales y luego, con tono doctoral, te explica que eran centros logísticos del enemigo. Un Estado que lleva décadas ocupando, desplazando y matando, pero que sigue siendo “la única democracia de Oriente Medio”, según el guion occidental. La ironía se escribe sola.
En España tenemos una Constitución que regula con precisión quirúrgica el orden de las banderas. Qué lugar ocupa cada una, quién va a la derecha, cuál en el centro. No sé si en Alemania existe algo parecido. Da igual. Porque la bandera israelí delante del ayuntamiento de Berlín no habla de protocolo. Habla de impunidad. Y de complicidad.
La excusa es conocida: el Holocausto. Y sí, el pueblo judío fue víctima de uno de los crímenes más atroces de la historia de la humanidad. Nadie con un mínimo de decencia lo niega. Pero uno se pregunta: ¿es ese el precio de la culpa histórica alemana? ¿Rendir pleitesía eterna a cualquier gobierno israelí, haga lo que haga? ¿Asumir como acto de expiación el silencio cómplice ante los crímenes que ese gobierno comete hoy?
no deja de ser irónico que en la ciudad que mejor representa la conciencia histórica europea, ondee sin pudor la bandera de un Estado que lleva años pisoteando cada principio de humanidad y derecho
Israel asesina a miles de palestinos, muchos de ellos niños, y Europa lo llama “derecho a defenderse”. Gaza es un cementerio, pero en Bruselas hablan de “preocupación por la escalada”. Los gobiernos europeos, incluido el español, siguen comerciando con armas y firmando acuerdos, mientras ensayan discursos huecos sobre la paz y los derechos humanos. Solo cancelan contratos si los pillan “con el carrito de los helados”. Y aún tienen la desfachatez de llamarlo diplomacia.
Claro, los muertos palestinos no cuentan igual. No hay memoriales de mármol para ellos. No hay museos del horror, ni monumentos en las capitales europeas. Hay fosas comunes, ruinas humeantes, y un silencio que a veces parece aún más atronador que las bombas.
Y ya que hablamos de memoria, Berlín también enseña otra lección: la selectividad. Porque cuando una recorre sus memoriales del Holocausto, queda claro que la historia oficial solo tiene espacio para seis millones de judíos asesinados. Y por supuesto que merecen ser recordados. Pero ¿dónde están los memoriales a los 500.000 gitanos exterminados? ¿Y a las personas con discapacidad, a los homosexuales, a los comunistas, a los exiliados de la Guerra Civil española? Parece que hasta el horror tiene jerarquías, que en el horror también hay clases.
No deja de ser irónico que en la ciudad que mejor representa la conciencia histórica europea, ondee sin pudor la bandera de un Estado que lleva años pisoteando cada principio de humanidad y derecho. Y más irónico aún que nadie parezca escandalizarse.
Pero claro, debe de ser que los palestinos no merecen memoria, ni justicia, ni tratados, ni banderas. Merecen, al parecer solamente, la tierra que los cubre cuando mueren. Cuando los asesinan. DIARIO Bahía de Cádiz