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La palabra amor en un mundo de intereses

· Firmado por ·
9 de febrero de 2015
/tiempo de lectura: 5 minutos/
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Víctor Corcoba

Víctor Corcoba

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En un mundo en el cual tantas veces se relacionan historias de amor que no son tales, que se cultiva la venganza hasta extremos insospechados, que se practica el odio y la violencia más que la reconciliación y la armonía, realmente cuesta divisar la autenticidad de ese amor que mueve todo el universo. Los mismos asesores especiales de Naciones Unidas sobre la prevención del genocidio y la responsabilidad de protegernos, recientemente llamaban a todos los individuos con influencia, incluidos los líderes políticos y religiosos, a abstenerse de exhortar a la violencia como respuesta a las atrocidades cometidas por grupos terroristas. Con urgencia hemos de retornar al verídico amor; es una cuestión fundamental para la convivencia y para la vida misma en sí. Para ello, pienso que debemos comenzar por interrogarnos a nosotros mismos, sobre lo qué somos y sobre aquello que queremos ser. Muchas personas hoy tienen miedo a hacer opciones definitivas, a donarse al amor y también a verse crecer en el amor,  junto a los demás. Por desgracia, nos invade la cultura de lo efímero, de lo momentáneo e inestable, obviando que el verdadero gozo radica en esa transcendencia conciliadora y reconciliadora de poder caminar unidos.

Nada se entiende sin amor, pero ha de ser verdadero. Tampoco nada se sustenta sin amor, pero ha de ser auténtico. Ciertamente, resulta difícil dejarse cautivar por él en un mundo de intereses. Sea como fuere, a todas luces, vivimos en un mundo de contradicciones. Hoy, prácticamente en todos los países celebramos la onomástica del amor en San Valentín (14 de febrero). Sin embargo, el estado de confusión es tan grande, que ubicamos el amor como un sentimiento tan solo, cuando en realidad es una actitud de vida, que nace de la experiencia de vivir. Al fin y al cabo, uno crece según el amor que se dona asimismo y que ofrece por doquier. Por consiguiente, quien intenta desentenderse de su capacidad de amar se dispone a odiarse de igual forma. Uno ha de reencontrarse, del mismo modo en el amor, para poder ser feliz. Se equivocan aquellos que tienen el corazón endurecido, que no han probado el genuino amor en sus vidas. Es más un amor de obras que de palabras, de sentirse acompañado, incluso por  quienes nos odian. Evidentemente, la grandeza de la humanidad está determinada por esa capacidad de sentirse próximo con el prójimo que sufre. Si somos incapaces de socorrer a los que soportan el dolor de las injusticias, de tener compasión por ellos, hasta el punto de no ayudarles a sobrellevar el sufrimiento, tiene bien poco sentido hablar del amor.

Hay tanto amor que no es, que el efectivo amor es cada día más escaso. Nos hemos alejado del amor, y nos hemos imbuido de un amor que todo lo confunde e imagina, que no se mueve en otro horizonte nada más que en el de los beneficios. La persona que en verdad ama está pendiente de todo y de todos, su ritual forma de ser está más en dar que en recibir, en hacer lo posible por perdonar y comprender. Lo decía Gandhi: «el amor jamás reclama; da siempre. El amor tolera, jamás se irrita, nunca se venga». Y, ciertamente,  servir por amor a la verdad y a la justicia, convertirse en una persona que ama realmente, es una acto de mucho valor, pero también de grandes esperanzas. Son las pruebas de amor las que inspiran las más honestas hazañas. Donde reina el amor sobran tantas cosas, hasta las mismas legislaciones y también cualquier conmemoración. Día a día hemos de amar sin medida, y ha de costarnos amar. Porque el verídico amor no se encuentra hecho, tampoco se compra con una rosa, hay que realizarlo cada uno consigo mismo, trabajarlo a destajo, beberlo a corazón abierto y convidar a los semejantes, no para que se entretengan, sino para que se sumen a esta pasión que, por otra parte, tampoco se puede ocultar, pero que imprime el regocijo de vivir con fundamento.

San Valentín, allá por el siglo III, vio que era injusto que el emperador Claudio II, decidiera prohibir la celebración de matrimonios, porque en su opinión los solteros sin familia eran mejores soldados, y no dudo en desafiarlo, celebrando en secreto uniones de jóvenes verdaderamente enamorados. En este sentido, pienso que la sociedad de hoy da muchas facilidades para reunirse, para hacer el amor con cualquiera, pero pocas para efectivamente encandilarnos de la persona. Enamorarse no es un mero guión de una telenovela más que nos injertamos en vena, es todo lo contrario, un camino a seguir para afrontar los desafíos que la vida nos presenta y ser capaces de reconocer e interpretar las necesidades, las preocupaciones y los anhelos que anidan en el mismo corazón de cada ser humano. Éste es el camino que ha de recorrer toda persona que opte por amar, y dejarse amar, por abrir el corazón a su amor y permitir que sea el amor, y sólo el amor, el que guíe la vida. Quien no se enamora de su propia existencia, quien no tiene plena conciencia de que uno también es querido, que uno también infunde pasión y ternura, apenas vibrará con el verbo, será pobre de espíritu, andará sediento y perdido, sin poder remar ni interiormente. ¿Habrá desolación mayor? Advierto que las tristezas del corazón matan mucho más rápido que cualquier bacteria o virus, porque hasta el mismo entusiasmo se pierde.

 

En consecuencia, apremia querer, pero aún más querernos, en un mundano planeta donde tantas veces destruimos el deseo de la exactitud, de la búsqueda, y la disponibilidad para el amor. No entiendo cómo seres humanos se pisotean ellos mismos el amor. Algo terrible. Sin palabras. Las personas tienen que entenderse. No puede haber divisiones. Las naciones, como los ciudadanos, no han de tener miedo de vincularse entre sí. Somos hijos del amor, pero de un amor muy diferente al que se vive y se predica actualmente. El reto, como en su tiempo hizo San Valentín, pasa por restaurar la fidelidad, otro valor en crisis. Ahora nos instan a buscar siempre el cambio, la novedad más absurda y esclava, soslayando hasta las propias raíces de nuestros progenitores. Soy de los que pienso, que únicamente aquel que cohabita con un alma noble es servido con franqueza, y es cuando puede hermanarse a su semejante. ¿Cuántas personas no son leales ni a sí mismos? Nuestra obligación de sobrevivir en el amor, no es tan solo para nosotros, sino también para el especie, para este hábitat y para este cosmos en el cual nos bañamos. La fuerza de una especie, como la fuerza del mar, se funda en su mutua nobleza de oleaje y en su misma correlación de latidos, para todos los tiempos y todas edades. Claramente, amar es hallar en la belleza del otro tu propia belleza. Sólo así se puede uno embellecer mutuamente. Por tanto; capacítese para el amor, ame más el diario amor, y quiérase hasta la extenuación. DIARIO Bahía de Cádiz

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