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home Opinión Ana Isabel Espinosa

Verte morir

· Firmado por ·
10 de abril de 2019
/tiempo de lectura: 4 minutos/
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Cuando una enfermedad terminal entra en una casa, cambia a toda la familia. Se cuela por grietas y rincones, anida en el pelo, en la ropa y en las ventanas. Quita el brillo a la luz del sol y hace que las conversaciones solo giren en torno a ella, porque se vuelve codiciosa y posesiva a medida que va acelerando el paso.

Lo sé muy bien. Siempre he sido consciente de que la vida es perecedera, pero nunca pensé que fuera a mí la que me tocara quedarme, mientras que lo que más quería se me escapaba de entre las manos.

Es muy duro ver morir, pero aún más querer que esa persona muera para que no sufra más. Es mil veces peor que la muerte,  la agonía, el dolor, o que esa persona luche como un Titán y aun así que termine abatido por un rayo.

Mi marido no quería morir, sino que quería ser de esos que salen en las revistas y en los comentarios dando las gracias por el apoyo recibido porque con él, habían sobrevivido. Una de las primeras cosas que hizo cuando enfermó fue crear un grupo de wassap para que le apoyaran. Y vaya sí lo hicieron… le mandaban chistes y mensajes alentadores. Hasta que llegó a un punto en que el cáncer se lo comió todo, hasta eso. Lo vimos convertirse en una sombra de sí mismo, vagando por la casa como alma en pena. Las manos temblorosas y -por primera vez en su vida- la mueca del miedo sembrada en su cara.

 

Una noche me lo confesó, muy quedo para que no saliera de los pliegues de las sábanas… tenía miedo al dolor, no a morir. Yo en cambio tenía miedo a todo… a lo que decían en internet de ese tipo de cáncer, a las posibilidades y probabilidades matemáticas que nunca se me habían dado bien y que ahora nos iban en contra.

Realmente tenía miedo a todo, hasta que los jodidos dioses no existieran cuando más falta nos hacía para poder ayudarnos mágicamente. Aún sí, los humanos somos tan apegados a lo material que nunca creímos que se moría delante de nuestras narices. Había tanto dolor en todo el proceso, tanto desgaste físico, tanta fatalidad que podíamos haber abierto los ojos, pero no, seguimos pensando que ganábamos esa batalla que no lo es, en esa guerra que no existe más que en nuestra cabeza.

Durante ese tiempo, el silenció penas y amarguras porque siempre fue león fiero, pero sobre todo buen marido y mejor padre, soportando con gallardía llagas, laceraciones, endeblez y fragilidad en un roble antiguo que no se daba por venido, ni cuando la tierra se le removía bajo sus raíces.

Aguantó lo que pudo porque quería vivir, tanto y con tantas ganas, como cualquiera de los que tienen enfermedades que solo merman lo físico pero no la facultad de pensar. Quería ver a sus hijos crecer, viajar, comer, hacer miles de cosas que siempre habíamos pospuesto para mañana. Cuando lo ingresamos ya estaba muy mal. Luego me confirmaron que estaba terminal y que el fin era inminente. Quise que no sufriera más a pesar de que eso significaba que se iba, algo que no concebía mi mente, que aún no ha entendido porque le busca en los suspiros del alba, los truenos y el primer rayo de sol.

Ver morir no es fácil. Ayudar a morir tampoco, pero sí necesario. Porque van a morir, pero aullando como lobos apaleados. Mi marido estaba así, sufriendo lo indecible, crispando las manos en una petición de ayuda que no llegaba porque la agonía es nominativa y no entiende de empatías. Ese día me costó. Meses y años. Noches de no dormir y días vagando tras la sombra del que se fue, convertida yo misma en otra alma en pena. Luego empecé a perdonarme con la misma levedad que él me acariciaba. Con el amor que daba a manos llenas. Entendía que era lo que había que hacer porque no podemos hacer sufrir a los que amamos. No podemos dejarlos en la estacada cuando más nos necesitan. Fue rápido. Siempre he pensado que demasiado porque soy tan egoísta que prefería tenerlo que vivir sin él. Pero él no lo merecía. Nadie lo merece. Nadie ese sufrimiento, ese dolor inhumano deshaciéndote lo que eres, lo mucho que luchaste.

Aun hoy, con la claridad que te dan los años que pasan, duele. Escuece la ausencia, lo que tuvo que pasar para morir o que no fuera de esos que sobreviven para que presumiera de ello. DIARIO Bahía de Cádiz

Tags: Ana Isabel Espinosaopinión
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