En uno de los últimos días del mes de noviembre o
primeros de diciembre de 1882 se reunieron en la morada de Juan Ruiz, situada en
el Alcornocalejo, Francisco y Pedro Corbacho, Roque Vázquez y el nombrado Ruiz,
que pertenecían a una sociedad secreta. Allí acordaron la muerte de Bartolomé
Gago Campos, Blanco de Benaocaz, y la comunicación de la resolución para que se
llevara a cumplimiento a los asociados del distrito del Valle.
La orden se puso por escrito y Roque Vázquez la
llevó el 4 de diciembre a Bartolo Gago de los Santos, al frente del grupo de
asociados. Esa tarde, éste dispuso que su hermano Manuel entretuviera en una
taberna al fallecido, de quien eran primos. También acudió a la taberna
Cristóbal Fernández. Bartolo Gago también ordenó que Gonzalo Benítez y Rafael
Jiménez, armados, se apostaran en el arroyo de la Plantera para disparar sobre
‘Blanco’, cuando por allí pasara. Todos los demás se situaron en las
inmediaciones, a excepción de Bartolo Gago, que se quedó en el molino de la
Parrilla, donde se planeó todo, y Juan Cabezas que se marchó a visitar a su
novia.
De nueve a diez de la noche de tal día, ‘Blanco’,
guiado por Manuel Gago y Cristóbal Fernández se dirigió hacia el arroyo. Una vez
allí, uno de los apostados, Gonzalo Benítez, dio la voz de alto y los
acompañantes de ‘Blanco’ dispararon sus escopetas –en aquel tiempo era normal
llevar un arma sin levantar sospechas–. Entonces, acudieron Gregorio Sánchez y
José León; el primero tapó la boca al muerto, y el segundo lo degolló.
José Fernández –obligado, contra su voluntad,
cuando fue encontrado en el campo–, Agustín Martínez y Cayetano Cruz abrieron
una fosa, y el resto (Gregorio Sánchez, José León, Gonzalo Benítez, Rafael
Jiménez, Salvador Moreno y Antonio Valero) de los que habían estado
presente en la reunión en la que se decidió dar muerte a ‘Blanco’, transportaron
el cadáver y lo enterraron.
El fiscal declaró ser consciente de que hacía
algún tiempo que se habían establecido sociedades de trabajadores en la
localidad. Unas sociedades que reconocían tener como fin el mutuo auxilio, fin
lícito, por lo que no se podía entender –para el fiscal Doménech– que los
asociados se envolviesen en el misterio más profundo, hasta el punto de
designarse por números para conocerse. Una circunstancia comprensible en
tiempos anteriores, pero no en los que se produce el caso en cuestión, donde
las leyes reconocían el libre derecho de asociarse.
Para Pascual Doménech, en el proceso del ‘Crimen de la Parrilla’
resultó comprobada de una manera evidente la existencia de una sociedad secreta.
Asimismo, señaló que se utilizaron en el proceso documentos que obraban en autos
y diligencias judiciales desde 1879, debido a la relación estimada, pues los que
se preceptuaba en esos documentos se realizó a fines del año 1982. Una extraña y
sustancial coincidencia según éste, para quien “las reglas generales de la
deducción permiten asegurar que con aquellas instrucciones se ha verificado el
hecho enjuiciado”. Un fiscal que reconoció tener constancia de que ninguno de
los procesados tuvo nunca conocimiento documentos semejantes, circunstancia a la
que restó importancia.
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