Número 0 - Año I

 

              

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 La Mano Negra: Luces y Sombras

El análisis del caso
 

La familia Corbacho

 El papel de la prensa 

 

 TEXTO: CARLOS ALBERTO CABRERA / TOÑI CARAVACA

 

En la Audiencia de lo Civil y Criminal de Jerez, constituida el 2 de enero de 1883,  se vieron, a lo largo de tal año y el siguiente, los primeros Juicios Orales de que se conocieron en España, según procesos tramitados conforme a la Ley de Enjuiciamiento Criminal recién entrada en vigor.

 

Eran los procesos llamados de La Mano Negra: el asesinato en cuadrilla y en terreno despoblado de ‘Blanco’, el crimen de la Venta del Empalme, el múltiple homicidio de la Venta del arrecife de Trebujena... Hechos que concitaron el terror de las gentes, que dieron lugar a procesos sobre los que planeaba la existencia de una asociación y de un tribunal popular que dictaba condenas de muerte que se ejecutaban por ellos mismos tal y como si  de jueces se trataran, bajo la sombra del secreto y el horror de la violencia empleada.

  

Hoy conocemos los hechos por los que se juzgó a los implicados en tales procesos, la asistencia letrada de que disfrutaron, las posibilidades de su defensa, los interrogatorios de los testigos y los nombres y circunstancias de éstos. En fin, el desarrollo completo de éstos gracias a la pluma de Federico Joly y de Leopoldo Alas “Clarín”, así como de los taquígrafos que levantaron acta cabal de cuanto se dijo en los procesos.

  

La huella dejada por el tiempo, en opinión del magistrado Manuel de la Hera Oca, demuestra que en “esos procesos resplandeció la transparencia, y se pudo conocer las razones de las condenas y absoluciones, que las hubo y por variados motivos, así como el fiscal y las defensas pudieron elevar sus recursos de casación de los que conoció el Tribunal Supremo”.

  

Sin embargo, siempre hay voces discordantes, que en este caso corresponden a dos letrados pertenecientes al Colegio de Abogados de Jerez, Joaquín Bilbao y Benito Romero, que se encuentran en la actualidad recopilando toda la documentación posible para reabrir el caso y conseguir que se proclame la inocencia de los acusados.

 

Para ello estudian actualmente aspectos tales como –según apunta Benito Romero– las pautas seguidas por el fiscal Pascual Doménech, “que otorgó más importancia a las confesiones  y pruebas del sumario que a las pronunciadas y aportadas durante el juicio oral”, el comportamiento de los abogados defensores –“algunos utilizaron argumentos dignos de alabanza para defender a sus patrocinados y otros con un papel lamentable, de mero trámite”– y los posibles fallos judiciales existentes –“el uso de torturas para conseguir las declaraciones”.

  

En aquella época, los abogados no tenían participación alguna en el momento de las detenciones, ya que no existía nada parecido a los actuales derechos constitucionales que nos asisten actualmente en el momento de la detención.

  

Los procesados sólo podían nombrar procurador que los representase y Letrado que los defendiera desde que se les notificara el Auto de Procesamiento.

  

No obstante, tal y como indica la Revista de Jurisprudencia que editaba la instrucción y desarrollo de aquellos juicios de interés general, como quiera que en el caso abordado ninguno de los procesados designó abogado que los representase en esta causa, correspondió al Colegio de Abogados de Jerez la designación de los defensores.

  

En el año 1883, los negocios civiles y criminales de pobres y de oficio debían ser despachados por los abogados de pobres, nombrados por la Junta de Gobierno. Según la lista oficial de abogados publicada en el Colegio en agosto de 1882, entre los colegiales residentes que ejercen la profesión se encontraban los abogados de pobres, destinados a la asistencia jurídica gratuita, que por aquel entonces eran siete.

  

Pero los abogados de oficio, ante la gravedad del proceso, abogan por reunir a todos los compañeros con el fin de elegir los que debían ejercer en dicho caso, fueran o no de oficio. En la reunión celebrada, se confió la misión de defensa a los abogados que gozaban de más reputación en la ciudad. Esto quedó reflejado en un acta del 28 de diciembre de 1882 de la reunión que mantuvo  la Junta de Gobierno del Ilustre Colegio de Abogados de Jerez. En tal encuentro, el Decano corroboró que el aumento de negocios criminales producido por el establecimiento de la Audiencia en la ciudad hacía imposible que los abogados de pobres pudiesen continuar por sí solos con el turno. “Y curiosamente ninguno de los abogados de pobres llevó caso alguno”, reseña Benito Romero.

  

La creencia en la idea de que la garantía del orden social dependía de la eficacia de la pena, hace introducir una fórmula inédita: la celebración de juicios orales y públicos. La curiosidad que este proceso despertaba en todas partes hacía presumir la solemnidad de los debates del juicio oral y público. Éste, la única oportunidad para los abogados de hacer valer el derecho de los defendidos con todas las garantías, llegó como la manera de evitar una publicación tardía de sentencias ejecutorias, circunstancia que no tranquilizaba a la sociedad de la alarma que el delito ocasionaba. Una reforma presentada como el mayor adelanto realizado en la legislación de España desde la historia legislativa de 1870.    

  

Un camino para agilizar los procesos, que según Bernaldo Quirós tenía, para algunos, atractivo teatral; para los interesados en el enredo continuaba siendo coto de caza a la antigua usanza, es decir, una vía para dar ejemplo, y, para los demás, duelos y quebrantos.

  

Los abogados encargados del caso no eran novatos, sino que presentaban años de experiencia. Así Joaquín Pastor y Landero, encargado de la defensa de Bartolomé Gago, Cayetano Cruz, Agustín Martínez y Juan Cabezas, llevaba quince años de ejercicio; José Luque y Beas, abogado de Juan Ruiz, Manuel Gago, Cristóbal Fernández, Gonzalo Benítez y Rafael Jiménez, contaba con doce años de ejercicio; Manuel Pío Barroso y Rodríguez, defensor de José Fernández Barrios, con once años de ejercicio; Adolfo Ruiz Heredero, letrado de los hermanos Corbacho y Roque García, también con once años de experiencia; y Salvador Dastis e Isasi, que dirigió la defensa de José León, Salvador Moreno, Gregorio Sánchez y Antonio Valero, y que en esos momentos llevaba nueve años ejerciendo la profesión.

  

Los letrados Salvador Dastis, José Luque y Joaquín Pastor presentaron un escrito conjunto de defensa, mientras que Antonio Lazo presentó “un escrito de trámite” y sin aportar suficientes pruebas y diez testigos (que luego resultaron ser, en su mayoría, aparceros de los Corbacho). Por su parte, Manuel Pío Barroso tiene en la propia versión oficial su mejor arma, pues su cliente fue forzado a cavar la fosa bajo amenaza.

  

El señor Ariño, en defensa de Agustín Martínez Sáez, expuso en el mismo Tribunal Supremo “que no resulta probado, y en tanto no se pruebe lo contrario, aquella sociedad debe presumirse lícita, por lo que yo, atendiéndome a la sentencia, puedo afirmar que no hay tal Mano Negra, y que la Mano Negra es una creación de imaginaciones acostumbradas a ver fantasmas y vestigios en todas partes”.

  

Soledad Gustavo, que no dudó en afirmar que los condenados fueron asesinados jurídicamente por sus ideas y que realizó una campaña a favor de los supervivientes, también sentenció que hubo “denuncias falsas, mala sangre de autoridades, instintos perversos y crueles, odios personales. Todo contribuyó a la incoación del proceso que inscribieron en los anales de las sociedades famosas y con el nombre de la Mano Negra los interesados en hacer un escarmiento, en alcanzar recompensas e inventar calaveras, puñales, antorchas y veneno”.

  

Pero lo más llamativo, declara Benito Pizarro, es “la agilidad con la que funcionaban los juicios orales, que a pesar de ser una novedad, se desarrollaban con una velocidad vertiginosa, para envidia de los juicios rápidos actuales”.  

 

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