En la
Audiencia de lo Civil y Criminal de Jerez, constituida el 2 de enero de 1883,
se vieron, a lo largo de tal año y el siguiente, los primeros Juicios Orales
de que se conocieron en España, según procesos tramitados conforme a la Ley de
Enjuiciamiento Criminal recién entrada en vigor.
Eran los
procesos llamados de La Mano Negra: el asesinato en cuadrilla y en terreno
despoblado de ‘Blanco’, el crimen de la Venta del Empalme, el múltiple
homicidio de la Venta del arrecife de Trebujena... Hechos que concitaron el
terror de las gentes, que dieron lugar a procesos sobre los que planeaba la
existencia de una asociación y de un tribunal popular que dictaba condenas de
muerte que se ejecutaban por ellos mismos tal y como si de jueces se
trataran, bajo la sombra del secreto y el horror de la violencia empleada.
Hoy conocemos
los hechos por los que se juzgó a los implicados en tales procesos, la
asistencia letrada de que disfrutaron, las posibilidades de su defensa, los
interrogatorios de los testigos y los nombres y circunstancias de éstos. En
fin, el desarrollo completo de éstos gracias a la pluma de Federico Joly y de
Leopoldo Alas “Clarín”, así como de los taquígrafos que levantaron acta
cabal de cuanto se dijo en los procesos.
La huella
dejada por el tiempo, en opinión del magistrado Manuel de la Hera Oca,
demuestra que en “esos procesos resplandeció la transparencia, y se pudo
conocer las razones de las condenas y absoluciones, que las hubo y por
variados motivos, así como el fiscal y las defensas pudieron elevar sus
recursos de casación de los que conoció el Tribunal Supremo”.
Sin embargo,
siempre hay voces discordantes, que en este caso corresponden a dos letrados
pertenecientes al Colegio de Abogados de Jerez, Joaquín Bilbao y Benito
Romero, que se encuentran en la actualidad recopilando toda la documentación
posible para reabrir el caso y conseguir que se proclame la inocencia de los
acusados.
Para ello
estudian actualmente aspectos tales como –según apunta Benito Romero– las
pautas seguidas por el fiscal Pascual Doménech, “que otorgó más importancia a
las confesiones y pruebas del sumario que a las pronunciadas y aportadas
durante el juicio oral”, el comportamiento de los abogados defensores
–“algunos utilizaron argumentos dignos de alabanza para defender a sus
patrocinados y otros con un papel lamentable, de mero trámite”– y los posibles
fallos judiciales existentes –“el uso de torturas para conseguir las
declaraciones”.
En aquella
época, los abogados no tenían participación alguna en el momento de las
detenciones, ya que no existía nada parecido a los actuales derechos
constitucionales que nos asisten actualmente en el momento de la detención.
Los procesados
sólo podían nombrar procurador que los representase y Letrado que los
defendiera desde que se les notificara el Auto de Procesamiento.
No obstante,
tal y como indica la Revista de Jurisprudencia que editaba la
instrucción y desarrollo de aquellos juicios de interés general, como quiera
que en el caso abordado ninguno de los procesados designó abogado que los
representase en esta causa, correspondió al Colegio de Abogados de Jerez la
designación de los defensores.
En el año
1883, los negocios civiles y criminales de pobres y de oficio debían ser
despachados por los abogados de pobres, nombrados por la Junta de Gobierno.
Según la lista oficial de abogados publicada en el Colegio en agosto de 1882,
entre los colegiales residentes que ejercen la profesión se encontraban los
abogados de pobres, destinados a la asistencia jurídica gratuita, que por
aquel entonces eran siete.
Pero los
abogados de oficio, ante la gravedad del proceso, abogan por reunir a todos
los compañeros con el fin de elegir los que debían ejercer en dicho caso,
fueran o no de oficio. En la reunión celebrada, se confió la misión de defensa
a los abogados que gozaban de más reputación en la ciudad. Esto quedó
reflejado en un acta del 28 de diciembre de 1882 de la reunión que mantuvo la
Junta de Gobierno del Ilustre Colegio de Abogados de Jerez. En tal encuentro,
el Decano corroboró que el aumento de negocios criminales producido por el
establecimiento de la Audiencia en la ciudad hacía imposible que los abogados
de pobres pudiesen continuar por sí solos con el turno. “Y curiosamente
ninguno de los abogados de pobres llevó caso alguno”, reseña Benito Romero.
La creencia en
la idea de que la garantía del orden social dependía de la eficacia de la
pena, hace introducir una fórmula inédita: la celebración de juicios orales y
públicos. La curiosidad que este proceso despertaba en todas partes hacía
presumir la solemnidad de los debates del juicio oral y público. Éste, la
única oportunidad para los abogados de hacer valer el derecho de los
defendidos con todas las garantías, llegó como la manera de evitar una
publicación tardía de sentencias ejecutorias, circunstancia que no
tranquilizaba a la sociedad de la alarma que el delito ocasionaba. Una reforma
presentada como el mayor adelanto realizado en la legislación de España desde
la historia legislativa de 1870.
Un camino para
agilizar los procesos, que según Bernaldo Quirós tenía, para algunos,
atractivo teatral; para los interesados en el enredo continuaba siendo coto de
caza a la antigua usanza, es decir, una vía para dar ejemplo, y, para los
demás, duelos y quebrantos.
Los
abogados encargados del caso no eran novatos, sino que presentaban años de
experiencia. Así Joaquín Pastor y Landero, encargado de la defensa de
Bartolomé Gago, Cayetano Cruz, Agustín Martínez y Juan Cabezas, llevaba quince
años de ejercicio; José Luque y Beas, abogado de Juan Ruiz, Manuel Gago,
Cristóbal Fernández, Gonzalo Benítez y Rafael Jiménez, contaba con doce años
de ejercicio; Manuel Pío Barroso y Rodríguez, defensor de José Fernández
Barrios, con once años de ejercicio; Adolfo Ruiz Heredero, letrado de los
hermanos Corbacho y Roque García, también con once años de experiencia; y
Salvador Dastis e Isasi, que dirigió la defensa de José León, Salvador Moreno,
Gregorio Sánchez y Antonio Valero, y que en esos momentos llevaba nueve años
ejerciendo la profesión.
Los letrados
Salvador Dastis, José Luque y Joaquín Pastor presentaron un escrito conjunto
de defensa, mientras que Antonio Lazo presentó “un escrito de trámite” y sin
aportar suficientes pruebas y diez testigos (que luego resultaron ser, en su
mayoría, aparceros de los Corbacho). Por su parte, Manuel Pío Barroso tiene en
la propia versión oficial su mejor arma, pues su cliente fue forzado a cavar
la fosa bajo amenaza.
El señor
Ariño, en defensa de Agustín Martínez Sáez, expuso en el mismo Tribunal
Supremo “que no resulta probado, y en tanto no se pruebe lo contrario, aquella
sociedad debe presumirse lícita, por lo que yo, atendiéndome a la sentencia,
puedo afirmar que no hay tal Mano Negra, y que la Mano Negra es una creación
de imaginaciones acostumbradas a ver fantasmas y vestigios en todas partes”.
Soledad Gustavo, que no dudó en afirmar que los
condenados fueron asesinados jurídicamente por sus ideas y que realizó una
campaña a favor de los supervivientes, también sentenció que hubo “denuncias
falsas, mala sangre de autoridades, instintos perversos y crueles, odios
personales. Todo contribuyó a la incoación del proceso que inscribieron en los
anales de las sociedades famosas y con el nombre de la Mano Negra los
interesados en hacer un escarmiento, en alcanzar recompensas e inventar
calaveras, puñales, antorchas y veneno”.
Pero lo más
llamativo, declara Benito Pizarro, es “la agilidad con la que funcionaban los
juicios orales, que a pesar de ser una novedad, se desarrollaban con una
velocidad vertiginosa, para envidia de los juicios rápidos actuales”.