Durante los años 1882 y 1883 tuvieron lugar cuatro
sucesos que han quedado escritos con tinta indeleble en la Historia de
Andalucía. El primero, conocido como el Crimen de Arcos, tuvo que ver con la
muerte de un hombre en una pelea entre trabajadores. El 30 de mayo de 1883 se
celebró la vista oral del juicio contra Cristóbal Durán Gil y Antonio Jaime
Domínguez (detenido después de que Joaquín Campos, acusado en primera instancia,
presentase una coartada inapelable), acusados, por ‘confesiones reservadas’, de
matar a Fernando Olivera por no querer afiliarse a La Mano Negra. El mismo
hermano de la víctima llegó a asegurar en el juicio que eran inocentes, pues
sabía que había muerto fortuitamente. El 1 de junio se dicta sentencia: cadena
perpetua para Durán Gil y diecisiete años, cuatro meses y un día –rebajado a
catorce años y seis meses por el Tribunal Supremo– para Antonio Jaime Domínguez.
Otro suceso, denominado el ‘Crimen de Galán’, se produjo el 3 de
diciembre de 1882 en la venta de Juan Núñez, donde aparecieron muertos éste y su
esposa. Además, en el lugar de los hechos aparece el cadáver de un individuo
con un tiro a quemarropa, en cuyo sombrero se encuentra un numero de la Revista
Social, circunstancia utilizada para encuadrar este crimen vulgar en otra causa
sobre La Mano Negra. Al día siguiente es detenido Juan Galán. El 18 de
septiembre comienza el juicio, y el 22 es condenado a dos penas de muerte, a
pesar de no tener pruebas sólidas contra él. Denegado el indulto solicitado por
el pueblo de Jerez, fue ejecutado el 19 de abril de 1884 ante la consternación
general, en la plaza del Mercado.
A principios de abril de 1883, el asesinato de un
modesto posadero cerca del Puerto de Santa María –‘Crimen de la Venta del
Empalme’– dio lugar a una instrucción muy rápida y a un breve proceso, iniciado
el 26 y sentenciado el 28 de mayo, al término del cual los cuatro inculpados
fueron condenados a muerte, aunque luego sus penas fueron conmutadas por
trabajos forzados a perpetuidad, debido a la presión ejercida a través de un
manifiesto en el que se amenazaba con prender fuego a la ciudad si se daba
muerte a los acusados. La relación de esta muerte con La Mano Negra nunca fue
probada, pero pudo ser achacada a que uno de los supuestos asesinos fue, otrora,
líder socialista.
El último de los casos es el recordado como
el ‘Crimen de la Parrilla’, por ser en un cortijo llamado así donde
supuestamente se perpetró el asesinato, consumado el 4 de diciembre de 1882, de
Bartolomé Gago Campos, conocido como ‘Blanco de Benaocaz’. Diecisiete hombres
fueron procesados. A mediados de febrero de 1883, el descubrimiento bajo una
piedra, en pleno campo, de un documento que justificaba la eliminación de
traidores a la causa de los trabajadores, desencadenó una campaña de prensa
(interrumpida a fines de marzo) y un debate en el Congreso de los Diputados el
día 28 de febrero. A finales de abril, el fiscal, Pascual Doménech, presentó sus
conclusiones contra los presumibles autores del asesinato de “Blanco de Benaocaz”.
De esta manera, se llegó al momento de la apertura del más largo (del 5 al 18 de
junio de 1883) e importante proceso relacionado con La Mano Negra, una sociedad
secreta anarquista, violenta, terrorista y asesina, que basaba sus terroríficos
estatutos en la eliminación de todo orden establecido, condenando a muerte a
todos los ricos y hacendados, además de prodigar el exterminio y el fuego,
según las versiones oficiales.
La importancia del proceso radica en gran parte,
según Jacques Maurice, catedrático de la Universidad de Nanterre, en el
encarnizamiento con que el fiscal se dedicó a convencer a los jueces, y, por lo
tanto, a la opinión pública, de que algunos de los inculpados eran los jefes de
una banda criminal y, en consecuencia, los instigadores del crimen. Poco le
importó no poderlo probar. De hecho, le bastó con reunir un haz de
presunciones, fundamentadas esencialmente en la delación, contra aquellos de
quienes exigía la cabeza. El fiscal siguió las advertencias que el
representante de la burguesía agraria, Francisco Candau, acababa de dirigir a
Pío Gullón, ministro liberal del Interior. Ante el fulgurante avance del
colectivismo anarquista, que a partir de entonces comenzó a reclutar adeptos
entre los propietarios ‘en mayor o menor escala’, era ya hora –según Francisco
Candau– de “anteponer la justicia a la libertad”. El ministro dio entonces
garantías al interpelante: “se había detenido a ‘los jefes más caracterizados’”.
Dicha expansión del anarco-colectivismo en la
comarca en esos momentos y el hecho conocido de que la Guardia Civil buscaba
sistemáticamente, desde hacía meses, cualquier pretexto que permitiese asociar
el movimiento de organización de los trabajadores con el bandolerismo, otorga
validez a las teorías que, como las de Maurice, ven La Mano Negra como “una
interpretación unilateral y mistificadora del anarquismo rural andaluz, que a
través de la represión pretendía impedir el desarrollo de un sindicalismo
moderno que expresase unas reivindicaciones muy concretas y conquistase
mejoras”.
No en vano, para Demetrio Castro Alfín “La Mano
Negra es reflejo de una estrategia de choque frontal, si no querido por ambas
partes al menos no rehuido, de una forma primaria y radical del enfrentamiento
interclasista”. En el extremo de la violencia social de los jornaleros andaluces
hay un cierto factor de arcaísmo, un carácter prepolítico en la terminología de
Hobsbawm, sólo en parte salvado por la dirección que sucesivamente ejercieron
sobre el proletariado agrícola andaluz, o algunos sectores del mismo,
republicanos y anarquistas. E igualmente es prepolítica la violencia
desencadenada por la burguesía cerrada en su conjunto a toda avenencia, a toda
concesión por mínima que fuese, algo que hizo imposible cualquier transacción y
acabó empujando al movimiento obrero, al que negaba el pan de las vías legales y
la sal de las soluciones reformistas, a una guerra abierta cuyas más inmediatas
consecuencias serían las tendencias terroristas.
Ese interés abrumador por imputar a los
anarquistas cualquier crimen con el fin de deteriorar la imagen del colectivo
“ha sido una constante en la historia de este país y de cualquier país. Eso de
que los obreros son vagos o de que todos los que cobran el PER engañan está en
esa misma línea y es una constante en la literatura de aquella época. Por
ejemplo, Clarín escribió más de veinticuatro artículos sobre Andalucía y lo hace
desde el punto de vista de la oligarquía y la pequeña burguesía a la que
pertenecía”, sentencia el periodista e historiador Juan Madrid.
El caso es que la confusión voluntaria o
involuntaria –hasta los datos de afiliados que la prensa atribuía a La Mano
Negra eran los de la FTRE– de la tan temida organización con la Federación de
Trabajadores, derivó en una campaña psicológica sobre el anarquismo andaluz, por
medio de la atribución de toda clase de crímenes.
A pesar del interés del poder por identificar La Mano Negra
–admitiendo su más que posible existencia– con el Anarquismo, lo cierto es que
dentro del grupo anarquista existían distintas tendencias. Una circunstancia que
quedó patente en el Congreso de Sevilla, pues si bien los andaluces eran
mayoritarios en la base, los catalanes lo eran en la dirección y se presentan
como más moderados. De hecho, los delegados catalanes dicen –tal y como recoge
Manuel Tuñón de Lara en su obra El Movimiento obrero en la historia de España–
que “no aspiran a la redención de los hostigadores empleando medios violentos,
sino por la eficacia de la revolución científica, cuya base es la instrucción y
la ilustración de la clase proletaria”.
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