Enrique Bunbury se ha retirado. Deja el escenario.
Y su último concierto en Andalucía lo dio en Jerez, en “La Juventud” a finales
de julio. Fue un gran concierto, dos horas y media batiéndose en el escenario
con frases sublimes como “...esta noche he tenido un sueño, se
me
apareció Bob Dylan y dijo...” (por decoro mejor no continuar lo que dice que le
dijo en el sueño). Fue un concierto en el que la comunión con el público fue
plena, en el que fue acróbata ante la multitud, en el que se dejó el corazón,
pero en el que no tenía la misma comunicación con su banda, el “Huracán
Ambulante”, como en otros tiempos. Tanto es así, que después de dos “bises” dijo
“...Hasta aquí llegamos”, y se fue al camerino. Como el Paula cuando se dejó
aquellos toros por matar en Madrid. Cosas de artista. Sin embargo, había dado un
concierto en el que sacó temas como “Desmejorado” (que compuso para Raphael), o
“Iberia Sumergida”, no habitual últimamente. En el hotel, hora y media antes,
Bunbury sonreía tomando café con su manager. Estaba especialmente receptivo, al
día siguiente partía para Japón. La banda, mientras tanto, probaba el sonido en
“La Juventud”. Cuando anunció hace diez días la disolución de su banda y su
retirada de un concierto a la cuarta canción, más que sorprendido, me mostré
orgulloso de que su último concierto antes de la debacle que ya se intuía fuese
aquí.
Quiere respirar, tranquilizarse y componer “una
gran canción como Lennon o Dylan”. Es la eterna búsqueda del artista, que antes
se quiere terminar de encontrar a sí mismo. Ha sido la ansiedad de darlo todo en
cada concierto, en cada combate, lo que le hizo perder la voz en Zuera el 26 de
agosto, cuando a la cuarta canción se retiró con los ojos húmedos al camerino
para no volver. Un león herido que duda de su fuerza ahora. El creador del rock
“bastardo” más ecléctico que se ha hecho en este bendito país en los últimos 20
años se baja del tren porque estaba haciendo “un viaje a ninguna parte”, como
indica el nombre de su último doble CD y gira. Un trabajo, por otra parte, que
claramente expone en tres canciones lo que ahora le ocurre y dónde están las
razones: “El anzuelo”, “El aragonés errante” y, sobre todo, “Canto (el mismo
dolor)”. Es la búsqueda eterna del viajero insatisfecho, que se ancla en los
días felices personales y que mediante joyas poéticas y emocionales como “El
rescate” reclama que se le rescate mediante la fórmula mágica del corazón,
simplemente que “ella” lea una simple carta suya escrita desde una Plaza de
Armas de una estación cualquiera (“Espero que llegue a tus manos y no la
devuelvas...”, dice).
Donde muchos ven a un loco, a un arrogante
desgastado, a un trasnochado, a un nostálgico con aires de Jim Morrison, a un
músico que si se hubiera perpetuado con Héroes del Silencio hoy seguiría siendo
admirado por las masas, hay un hombre (y voy a la persona) que necesita
re-inventarse artísticamente en cada canción. Y que, en su vida, necesita el
aire que encontró tras romper “Héroes del Silencio” para ser más músico en
solitario. No es, con todos mis respetos hacia el resto, un artista de Karaoke o
incluso de los consagrados (Manolo García, Jarabe de Palo...), que se repiten a
sí mismos en tres trabajos consecutivos. Y eso lo dignifica.
Su último CD es denso, tan denso que marca de por
vida a poco que valores la profundidad de una letra. Es una declaración de
intenciones ante la vida, un posicionamiento también ante la derrota de no poder
regresar a aquellos días felices. Y también de actitudes contradictorias hacia
esa mujer fatal que lo atormenta y que también es motivo de su esperanza.
Recuerdo retazos de sentencias de canciones en su trayectoria en solitario que
lo ratifican: “una herida mortal por cada momento de gloria”; “o todo el mundo
está loco o Dios es sordo”; “no soy mala hierba, sólo hierba en mal lugar”; “si
me das un poco de tu cariño, lo demás no va a importar”; “un desayuno con
tamales y un accidente previsto en los planes, el artista equilibrista, el
aragonés errante”; “que no te fíes de los vencedores, ganando competiciones,
elecciones y popularidad”, “nos queda el mar y buen pescado, que comer a tu
lado, pero eso sólo será si vuelves, claro”, “canto porque me levanto siempre
con las mismas penas, con las heridas abiertas que siguen sin cicatrizar. Vago
por las veredas, por desiertos, por la selva, surcando los anchos mares, hacia
ningún lugar. Canto porque me canso de dar explicaciones, no tengo soluciones
(...) Canto porque me harto de esquemas aburridos para conseguir seguridad”.
Bunbury, que recientemente editó la aventura de su gira en una
carpa de circo en DVD y CD (“Freak Show”), fórmula que ahora copia Amaral al
reunirse en una casa-estudio de Buenos Aires junto a otros artistas también
líricos como, por ejemplo, el ex pirata Iván Ferreiro, es ante todo un artista
que pretende ser honesto. 500 conciertos en directo y siete álbumes en solitario
siendo él mismo al margen de las leyes del mercado dicen mucho. La decisión de
retirarse la tomó en Japón, según se dice en su entorno. Quiere dar más, pero
antes debe darse tranquilidad. Está especialmente vinculado a este rinconcito
del sur de Europa. “Nos queda Benarés, Marrakech, Cádiz, Buenos Aires...”, dice
en “Los restos del naufragio”. Aquí dio su último concierto en Andalucía y, de
hecho, en marzo de 2003 compuso en Conil “Lo que queda por vivir”, una
advertencia de que volverá de nuevo sin traicionarse a sí mismo. |